En mi retina quedan atrapadas imágenes únicas vividas en una tarde irrepetible de octubre de 2004 de mi décimocuarta estancia en Israel. Momentos especiales unidos a sensaciones singulares experimentadas durante mi postración, aquejado de una crisis respiratoria que me retuvo casi nueve días en el Hospital Hadassah Ein Keren de Jerusalem, institución sanitaria y asistencial de reconocido prestigio internacional, en donde, podría decir que pude salir adelante con la ayuda de un cuadro médico, sanitario y administrativo excepcionales, donde mi profunda abstracción sufrida me arrebató la percepción del cuidado y el cariño de sus eminentes doctores y enfermeros. Recordaré mientras viva, con el favor de D-s, mi decimocuarto viaje a Israel, emprendido el 20 de septiembre, con el propósito de observar Yom Kipur. A duras penas pude cumplir con las mitzvot por mi delicado estado de salud, pero pude sobreponerme. Prácticamente, pasé Sucot en el Hospital Hadassah. Pero tuve la suerte de mecer el Lulav gracias a la generosidad Jabad Lubavitch, que en su recorrido por el Hospital atendía a quienes nos veíamos privados físicamente de acudir a la betkneset o al Kotel haMaariv, para cumplir con la mitzva. Ni que decir tiene, las atenciones de mis amigos y hermanos Nesim y Shmuel.
Había ingresado nada más empezar el 11 de tishrei o sea a la salida de Yom Kipur y de Shabat.
Mi amiga Mimi y su esposo Juan me sorprendieron con su arrojo al acudir en mi ayuda desde Tenerife, donde resido normalmente, y con la visita relámpago a Dogit en la Franja de Gaza, a través del paso fronterizo de Erez. El viaje fue prácticamente rápido, a pesar de que cruzamos a través de la carretera de Tel Aviv, desde Jerusalem. Después de algo más de una hora de trayecto en coche, que habían alquilado al llegar al país en la madrugada del viernes 1 de octubre. Visitamos a sus familiares y comimos en su casa. Me parecía un sueño, no me percataba suficientemente de los que estaba ocurriendo, porque hacía pocas horas que me habían dado el alta en el Hadassah Ein Keren, y ya estaba disfrutando de un copioso almuerzo al más puro estilo sabra, en un hogar hospitalario y una casa con visos de mansión por su disposición arquitectónica, que ya le valió ser objeto de un reportaje en la revista israelí Casa y Diseño.
Sólo pude ver una parte de la Franja de Gaza, y por unos instantes, me sentí colono, como si hubiera estado allí siempre, pero también con los temores y miedos frente al terror que se esconde en la noche o al mediodía, que se disipaban un tanto al caer en la cuenta de que ahí estaba y está Tzahal o las Fuerzas de Defensa de Israel. Un oasis de paz en medio del peligro. Una paz que se dejaba sentir en las risas aisladas de niños y jóvenes palestinos que acudían a sus casas o ayudaban a sus familiares en las tareas del campo o a conducir los rebaños de ovejas, intercalados por el paso de las patrullas de vigilancia a través de la costa. De buena gana hubiera saltado el muro de piedra contiguo al chalet de Gabi para ponerme a pastorear.
Una congoja se adueñaba de mí cuando pensaba que esa tarde no se volvería a repetir, que más tarde o más temprano, mis amigos, mis hermanos, no volverían a contemplar atardeceres tan brillantes como el de aquel domingo 3 de octubre.
Me permito soñar Gaza como territorio judío, sentir Judea y Samaria, todavía, como esa heredad de la que Israel no debe desprenderse, al menos, en lo que a los asentamientos con consolidados se refiere.
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